martes, 6 de marzo de 2007

El pecado vende, pero torna insoportable nuestra vida.

Me gusta recordar aquella sabia afirmación de san Agustín de que las cosas no son malas porque están prohibidas, sino que están prohibidas porque son malas. El erotismo vende porque llama la atención de los hombres. Me remito al estudio Does Sex Really Sell? (¿Realmente vende el sexo?), publicado en Adweek, en octubre de 2005.
Los anuncios con elementos eróticos gustan positivamente a la mitad de los varones, porque tienen un mayor poder de atraer su atención. Lo fácil para atraer los ojos de los hombres es poner chicas jóvenes provocativas en los anuncios, pero el riesgo para el publicitario es que se fijen en la chica y no en los bonos o productos financieros que se quiere publicitar.
Un amigo mío experto publicista me confirmaba que, efectivamente, es mucho más fácil poner erotismo en un anuncio que poner buen humor, pero está comprobado que el humor de calidad es mucho más eficaz para captar de manera permanente al espectador.
¿El pecado vende? Esta pregunta me trae a la cabeza un texto maravilloso de la filósofa francesa Simone Weil, en La gravedad y la gracia: «El mal imaginario es romántico, variado; el mal real, triste, monótono, desértico, tedioso. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagante». ¡Qué profunda sabiduría encierran estas sencillas palabras!
A nuestra imaginación el bien parece aburrido y el mal divertido, pero en la realidad el mal es terriblemente degradante y, por el contrario, el bien es cautivador. El pecado vende a nuestra imaginación, pero torna insoportable nuestra vida.

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